Etiquetas
Darwin, Evolución, Islas, nesoevolución, Selección natural, Taxonomía, Wallace
Palabras para Wallace
“Dodinga está situado a la cabeza de una profunda bahía, exactamente enfrente de Ternate. Tan pronto como llegué, me presenté al patriarca de la aldea para solicitar una casa para vivir, pero todas estaban ocupadas, y era difícil encontrar una libre. Mientras tanto, me descargué mi equipaje en la playa y preparé un poco de té”.
A R. Wallace, El archipiélago malayo
El naturalista explorador encarna, como el deportista olímpico o el soldado/poeta en el frente, el mito del héroe. Al impulso de un ego trascendente y adornados por el sentido trágico de la existencia del que se debe a una causa superior, gestas como la de Admunsen en el Polo Sur, Hillary en el Everest, Fray Junípero Serra en la costa de California, Shackleton atrapado en los hielos australes o Marco Polo de camino a la China han inspirado con la fuerza del relato y de la imagen apoteósica, épica, el alma sedentaria de los que no tenemos ni el tiempo, ni la renta y sobre todo el valor de afrontar la pérdida de un suelo estable bajo nuestros pies, la marcha a lo desconocido, el vuelo de Ícaro. Cada uno tiene su héroe particular, producto de su historia o sus lecturas; el mío se llama Alfred Russel Wallace, y el año pasado se cumplió un siglo de su fallecimiento.
Efeméride olvidada en España, en dónde Wallace nunca ha sido más que mera cita en manos de zoólogos especialistas en Biogeografía insular. Su papel como cooperador necesario de Charles Darwin en el nacimiento de la teoría científica más importante desde el siglo XIX, la evolución por medio de la selección natural, ha quedado no obstante relegada al olvido, o a lo sumo a una breve nota a pie de página en los numerosísimos textos y ediciones dedicados a Darwin. A esta sorprendente injusticia histórica y científica contribuyeron una serie de azares que a modo de tormenta perfecta se conjugaron para que hoy en día Darwin comparta mausoleo en la Abadía de Westminster junto a Isaac Newton, y Wallace apenas apadrine una frontera biogeográfica –la Línea de Wallace- y aporte su nombre a decenas de especies de animales, descritos por él o sus colegas por primera vez en los anales de la ciencia. No carece de importancia su origen: como el propio Darwin, fue un producto típico de la Inglaterra victoriana, pero a diferencia de Sir Charles su condición de clase fue modesta: su padre se arruinó en los negocios llevando a su numerosa familia a vivir una vida de estrecheces, que sacaron a Wallace del Hertford Grammar School a los 14 años, la única educación reglada que recibió en vida. Y en el reino de Victoria, la clase social de origen era una señal que marcaba tu devenir de por vida. Wallace jamás tuvo un empleo estable. Liberal, socialista y optimista irrenunciable, su carácter contrastaba con el sombrío talante de Darwin.
Rana voladora de Wallace, Rhacophorus nigropalmatus. Grabado original de El archipiélago malayo
Por otra parte y a diferencia de éste, Wallace era un científico de campo a tiempo completo: es cierto que el viaje del Beagle describe el trabajo incansable durante tres años de un naturalista y recolector empedernido alrededor del mundo, pero bien por su mal estado de salud, bien por el impacto personal y social de carácter religioso de la teoría que se estaba gestando en su mente, a partir de la vuelta a Inglaterra Darwin se convierte en un investigador de gabinete, biblioteca y jardín botánico, y extremadamente cauto a la hora de plasmar en el papel su teoría. Wallace carece de prejuicios de esta índole, y de hecho en sus últimos años coquetea abiertamente con el mesmerismo y el espiritismo. Décadas después de la vuelta a casa y de lenta y dedicada reflexión dubitativa sobre El origen de las especies, Darwin recibe en febrero de 1858 una carta proveniente de un joven británico desde el archipiélago malayo, en donde lleva cuatro años recolectando especímenes en número y diversidad increíble, en la que éste le propone con la humildad y consideración más absoluta la valoración de un artículo que Wallace pretende publicar, gestado en el torbellino de imágenes de las fiebres palúdicas que le afectaron de por vida, con el título incendiario de On the Tendency of Varieties to Depart Indefinitely From the Original Type (De la tendencia de las especies de separarse indefinidamente de su tipo original) http://people.wku.edu/charles.smith/wallace/S043.htm En él, y descrita con una prosa eficaz y directa se propone brevemente y por primera vez en la historia el mecanismo de la evolución y del nacimiento de nuevas especies por selección natural, en el sentido literal que Darwin le atribuiría más tarde. El efecto en Darwin fue devastador, aunque incluso hoy en día hay darwinistas recalcitrantes que pretenden señalar las “profundas diferencias” entre ambos escritos. Pero lo cierto es que el primero que pensó que le habían pisado el terreno, y con pie firme, fue el propio Darwin: «Jamás vi coincidencia más impresionante; ¡si Wallace tuviera mi borrador escrito en 1842, no habría podido realizar un resumen mejor!»
Ante su espanto, la máquina victoriana de su círculo de influencias y amistades de clase se puso en marcha de forma decidida, a iniciativa del prestigioso geólogo George Lyell, que dos años antes había recibido otro paper de Wallace desde Indonesia en donde se propone la llamada Ley de Sarawak http://people.wku.edu/charles.smith/wallace/S020.htm. Tan profunda fue la perturbación que generó en Lyell su lectura que visita a Darwin a toda prisa y le urge a comenzar a escribir su teoría de la evolución por selección natural “no sea que alguien se le adelante” (¡) -alguien que no podía ser más que el propio Wallace. Junto al no menos reputado botánico y futuro director de los Kew Gardens Joseph Hooker, se prepara una presentación conjunta de los trabajos de Wallace y Darwin en la Sociedad Linneana el 1 de julio de 1858, y la publicación de unos anales conjuntos un mes después. En ellos Darwin ya figura como primer autor. Todo sin el permiso, ni conocimiento, ni corrección de pruebas de Wallace. Un auténtico golpe de mano científico. El resto de la historia es un progresivo proceso de arrinconamiento de Wallace a favor de Darwin, culminado a partir de la publicación de El Origen de las Especies. Desde entonces y hasta hoy, la paternidad de la teoría de la evolución por selección natural ha sido invariablemente considerada única e indivisible, cuando lo cierto es que al menos dos padres, y no simultáneamente, tuvieron algo que decir. Asombra la reacción de Wallace: rehuyó cualquier tipo de enfrentamiento, de protesta o de denuncia, y siempre mantuvo hacia Darwin una actitud de genuina admiración hacia el maestro. Basta leer la dedicatoria de El Archipiélago malayo, la obra de divulgación que escribió a la vuelta de sus ocho años de campañas en el SE asiático:
A CHARLES DARWIN Autor de «El origen de las especies», dedico este libro. No sólo como muestra de la estima personal y la amistad, sino también como expresión de mi profunda admiración hacia su genio y su obra.
El humilde Wallace… y su altura intelectual, su optimismo y bonhomía natural y su alucinante capacidad de trabajo. Un auténtico gigante, que nunca llegó a creérselo. La estancia en Indonesia y Malasia entre 1854 y 1862 es probablemente la campaña de recolección naturalística más importante y fructífera llevada a cabo por hombre alguno. Los datos son simplemente mareantes: 14.000 millas de viaje entre islas; cada isla importante del archipiélago visitada al menos una vez y varias en múltiples ocasiones; recolección de casi 110.000 especímenes de insectos, 7500 moluscos, 8050 pieles de aves y 410 especímenes de mamíferos y reptiles, incluidos miles de especies nuevas para la ciencia. Todo ello obtenido prácticamente en solitario o con ayudas locales esporádicas, trabajando y viviendo en la selva en condiciones hiperhúmedas, nefastas para la conservación de especímenes, enfermo de malaria, financiando su campaña mediante el envío de ejemplares a las mejores colecciones del Reino Unido y del continente, y a la vez sentando las bases de la zoogeografía, la biogeografía insular y del proceso evolutivo. El archipiélago malayo es el más célebre de todos los escritos de viaje a esta región y se considera uno de los mejores libros de viajes científicos del siglo XIX. Porque además Wallace escribía notablemente bien.
Hace años tuve la inmensa suerte de visitar las tripas del Museo de Historia Natural de Londres de la mano del carcinólogo Geof Boxshall con el que había estado muestreando gambas ciegas en las cuevas de Cabrera. Tras descubrir entre otras cosas especímenes de peces originales de Darwin recolectados en el viaje del Beagle o un calamar gigante de 18 metros de longitud, pasamos a los interminables gabinetes de insectos.
Husmeando entre los anaqueles que guardan perfectamente conservados miles y miles de especímenes tipo, de pronto me topé por puro azar con las cajas originales de Wallace. Mis dedos pasearon por el cristal, acariciando la imagen de decenas de cerambícidos de doce centímetros de largo, o mariposas de alas de pájaro doradas, frescas y lozanas como si hubieran sido capturadas apenas cinco minutos antes, a punto para volar. Pensé en el joven Wallace, volviendo sonriente a Europa de su primera expedición científica de importancia, el Río Negro en el Amazonas tras cuatro años de recolección y con apenas 25 años, habiendo realizado la primera descripción del río y su cuenca inexplorada en el tramo superior, y obtenido una asombrosa colección de especímenes. Su barco, el Helen, zarpa hacia Inglaterra el 12 de julio de 1852; tras 28 días en alta mar un incendio se declara a bordo, el Helen naufraga y envía a pique todo el material recolectado. Cuatro años de trabajo impresionante reposan desde entonces en el fondo del Atlántico. Y me asombro todavía como entonces al pensar en el espíritu optimista y vital, indomable al desaliento, y en su amor por la naturaleza que le impulsó, apenas dos años después, a emprender la expedición de su vida a las tierras de las Rafflesia y el Orang-utan, a las islas de las especias y las aves del paraíso y quién sabe si al fin, a un futuro en donde su nombre y legado reciban el reconocimiento que merecen. ¿O es mejor dejarlo así y tomarse en su compañía un Earl Gray con una nube de leche y mirando al mar, a la espera de un merecido descanso?
Publicado por pepeamengual | Filed under Uncategorized